Hace unos días, la sociedad española se conmocionaba al conocer la noticia de que un elefante había muerto y otros cuatro habían resultado heridos en un accidente de tráfico. El camión en el que eran transportados volcó mientras circulaba por la A-30, a la altura de Pozo Cañada, en Albacete. Los paquidermos pertenecían al circo Gottani.
Los responsables del circo Gotanni aseguran que tenían en regla toda la documentación europea obligatoria para poder circular con animales. El tráiler también estaba homologado y el conductor del mismo dio negativo en los tests de alcoholemia y estupefacientes que le realizaron en el momento del accidente. Por lo que, a todas luces, se trata de un fatídico accidente, del que tanto los elefantes como los miembros del circo, muy afectados emocionalmente, tardarán en recuperarse.
Si bien es cierto que no se trata de demonizar a nadie, esta tragedia ha reabierto el debate sobre los circos de animales. Una cuestión que preocupa a buena parte de la sociedad española y que los partidos políticos —salvo excepciones— siguen sin abordar de forma adecuada a nivel estatal. En algunas comunidades autónomas y en muchas ciudades los circos de este tipo han sido vetados, pero las asociaciones de circos pueden recurrir estas decisiones, por falta de regulación oficial.
Y en esas estamos en España. Mientras, no muy lejos de aquí, nuestros vecinos europeos siguen mejorando en materia de protección animal. El último en dar ejemplo ha sido Reino Unido, que anunció recientemente que el fin de los espectáculos circenses con animales salvajes está muy cerca. Y le da dos años al sector para adaptarse.
Vaya por delante, que estas decisiones no se toman para sabotear a un sector, sino pensando en los animales —en quienes durante décadas no se ha pensado en absoluto— y anteponiendo su bienestar y seguridad a los intereses económicos. Porque… ¿cómo afecta a los animales salvajes su vida en el circo?
Como bien indica su nombre, un animal salvaje no está hecho para vivir encerrado, sino para todo lo contrario. Un animal salvaje no está hecho para hacer lo que los humanos quieran, sino para hacer lo que le dice su verdadera naturaleza. El cautiverio les priva de su libertad, les condena a pasar la mayor parte de su vida enjaulados o encadenados. El cautiverio les limita. Sus necesidades, instintos y comportamientos naturales se constriñen y debilitan por la falta de espacio y de interacciones con otros de su especie.
Por si eso fuera poco, se les somete a un entrenamiento muy duro y a técnicas de adiestramiento dudosas —no en todos los casos, por supuesto, pero sí en bastantes. Se fuerzan conductas a base de repeticiones eternas. Su conducta se modifica. Solo así se consigue que hagan cosas que nunca, en toda su vida salvaje, harían, como por ejemplo andar a dos patas, atravesar aros de fuego, montar en bicicleta…
En definitiva, al explotarlos con fines mercantiles (camuflados con el componente de entretenimiento), los animales salvajes son cosificados. Sin importar que se frustren, que se alienen, se depriman e, incluso, que padezcan trastornos mentales y enfermedades.
Es por eso que la era de los circos con animales salvajes está llegando a su ocaso en muchos países europeos, sudamericanos, asiáticos y en muchos estados norteamericanos. Mientras que en nuestro país, algunos seguimos enfadándonos, lamentándonos por tragedias como la del circo Gottani y echándonos las manos a la cabeza ante la pasividad de las Instituciones. Y en eso nos quedamos: en el derecho al pataleo, a falta de una Ley General consensuada por todos los partidos políticos que termine, de una vez por todas, con este drama, que dice mucho y muy malo de nuestro país.